Benedicto
XVI
"Convertíos,
dice el Señor, porque está cerca el reino de los
cielos" hemos proclamado antes del
Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma, que nos presenta el tema fundamental de este
"tiempo fuerte" del año litúrgico: la
invitación a la conversión de nuestra vida y a realizar obras de
penitencia dignas. Jesús, como hemos
escuchado, evoca dos episodios de sucesos: una
represión brutal de la policía romana dentro del templo (cf. Lc 13, 1) y
la tragedia de dieciocho muertos al
derrumbarse la torre de Siloé (v. 4). La gente
interpreta estos hechos como un castigo divino por los pecados de sus
víctimas, y, considerándose justa, cree
estar a salvo de esa clase de incidentes, pensando que no tiene nada que convertir en su vida.
Pero Jesús denuncia esta actitud como
una ilusión: "¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos
los demás galileos, porque han padecido
estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os
convertís, todos pereceréis del mismo modo" (vv. 2-3). E invita a
reflexionar sobre esos acontecimientos,
para un compromiso mayor en el camino de
conversión, porque es precisamente el hecho de cerrarse al Señor, de
no recorrer el camino de la conversión
de uno mismo, que lleva a la muerte, la del
alma. En Cuaresma, Dios nos invita a cada uno de nosotros a dar un
cambio de rumbo a nuestra existencia,
pensando y viviendo según el Evangelio, corrigiendo algunas cosas en nuestro modo de rezar, de
actuar, de trabajar y en las relaciones
con los demás. Jesús nos llama a ello no con una severidad sin motivo, sino precisamente porque está
preocupado por nuestro bien, por nuestra
felicidad, por nuestra salvación. Por nuestra parte, debemos responder
con un esfuerzo interior sincero,
pidiéndole que nos haga entender en qué puntos en particular debemos convertirnos. La conclusión del pasaje evangélico retoma la
perspectiva de la misericordia,
mostrando la necesidad y la urgencia de volver a Dios, de renovar la
vida según Dios. Refiriéndose a un uso
de su tiempo, Jesús presenta la parábola de una
higuera plantada en una viña; esta higuera resulta estéril, no da
frutos (cf. Lc 13, 6-9). El diálogo
entre el dueño y el viñador, manifiesta, por una parte, la misericordia de Dios, que tiene
paciencia y deja al hombre, a todos
nosotros, un tiempo para la conversión; y, por otra, la necesidad de
comenzar en seguida el cambio interior y
exterior de la vida para no perder las ocasiones que la misericordia de Dios nos da para
superar nuestra pereza espiritual y
corresponder al amor de Dios con nuestro amor filial. También san Pablo, en el pasaje que hemos
escuchado, nos exhorta a no hacernos
ilusiones: no basta con haber sido bautizados y comer en la misma mesa eucarística, si no vivimos como
cristianos y no estamos atentos a los
signos del Señor (cf. 1 Co 10, 1-4).
Queridos hermanos y hermanas de la parroquia
de San Juan de la Cruz, estoy muy
contento de estar entre vosotros hoy, para celebrar con vosotros el día del Señor. Saludo cordialmente al cardenal
vicario, al obispo auxiliar del sector, a
vuestro párroco, don Enrico Gemma, a quien agradezco las hermosas
palabras que me ha dirigido en nombre de
todos, y a los demás sacerdotes que lo
coadyuvan. Quiero extender mi saludo a todos los habitantes del
barrio, especialmente a los ancianos,
los enfermos, las personas solas y que pasan
dificultades. Los recuerdo al Señor a todos y cada uno en esta santa
misa. Sé que vuestra parroquia es una
comunidad joven. De hecho, comenzó su
actividad pastoral en 1989, durante un periodo de doce años en un
local provisorio, y después en el
complejo parroquial nuevo. Ahora que tenéis un
edificio sagrado nuevo, mi visita desea alentaros a construir cada vez
mejor esa Iglesia de piedras vivas que
sois vosotros. Sé que la experiencia de los primeros doce años ha marcado un estilo de vida que
permanece todavía hoy. La falta de
estructuras adecuadas y de tradiciones consolidadas os ha impulsado
a encomendaros a la fuerza de la Palabra
de Dios, que ha sido lámpara para el
camino y ha dado frutos concretos de conversión, de participación en
los sacramentos, especialmente en la
Eucaristía dominical, y de servicio. Os exhorto
a hacer de esta Iglesia un lugar en el que se aprende cada vez mejor a
escuchar al Señor que nos habla en las
sagradas Escrituras. Que sean siempre el centro
vivificante de la vuestra comunidad, para que esta sea escuela continua
de vida cristiana, de la que parte toda
actividad pastoral. La construcción del
nuevo templo parroquial os ha impulsado a un compromiso apostólico coral, con una especial atención
al campo de la catequesis y de la liturgia. Me
alegro de los esfuerzos pastorales que estáis realizando. Sé que varios grupos de fieles se reúnen para rezar,
formarse en la escuela del Evangelio,
participar en los sacramentos -sobre todo de la Penitencia y de la Eucaristía- y vivir esa dimensión esencial
para la vida cristiana que es la caridad. Pienso
con gratitud en cuantos contribuyen a que las celebraciones litúrgicas sean más vivas y participadas, y también a
cuantos, con la Cáritas parroquial y el
grupo de san Egidio, intentan responder a las numerosas exigencias del territorio, especialmente a las de los más
pobres y necesitados. Pienso, por
último, en las encomiables iniciativas a favor de las familias, de la
educación cristiana de los hijos y de
todos los que frecuentan el oratorio.
Desde su nacimiento, esta parroquia se ha abierto a los movimientos y a
las nuevas comunidades eclesiales,
madurando así una amplia conciencia de Iglesia
y experimentando nuevas formas de evangelización. Os exhorto a proseguir
con valentía en esta dirección, pero
comprometiéndoos a implicar a todas las
realidades presentes en un proyecto pastoral unitario. Me alegra saber
que vuestra comunidad se propone
promover, respetando las vocaciones y el papel
de los consagrados y de los laicos, la corresponsabilidad de todos los
miembros del pueblo de Dios. Como ya he
recordado, esto exige un cambio de mentalidad,
sobre todo respecto de los laicos, "pasando de considerarles
«colaboradores» del clero a reconocerlos
realmente como «corresponsables» del ser y actuar de la Iglesia, favoreciendo así la consolidación de
un laicado maduro y comprometido"
(cf.Discurso de apertura de la Asamblea pastoral de la diócesis de Roma,
26 de mayo de 2009).
Queridas familias cristianas, queridos jóvenes
que vivís en este barrio y que
frecuentáis la parroquia, dejaos llevar cada vez más por el deseo de
anunciar a todos el Evangelio de Jesucristo.
No esperéis que otros vengan a transmitiros
otros mensajes, que no llevan a la vida, más bien sed vosotros
mismos misioneros de Cristo para los
hermanos, donde viven, trabajan, estudian o
simplemente pasan el tiempo libre. Poned en marcha también aquí una
pastoral vocacional capilar y orgánica,
hecha de educación de las familias y de los
jóvenes a la oración y a vivir la vida como un don que proviene de Dios. Queridos hermanos y hermanas, el tiempo
fuerte de la Cuaresma nos invita a cada
uno de nosotros a reconocer el misterio de Dios, que se hace presente en nuestra vida, como hemos escuchado en la
primera lectura. Moisés ve en el
desierto una zarza que arde, pero no se consume. En un primer
momento, impulsado por la curiosidad, se
acerca para ver este acontecimiento misterioso y entonces de la zarza sale una voz que lo
llama, diciendo: "Yo soy el Dios de tu
padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob" (Ex
3, 6). Y es precisamente este Dios quien
lo manda de nuevo a Egipto con la misión de llevar al pueblo de Israel a la tierra prometida,
pidiendo al faraón, en su nombre, la
liberación de Israel. En ese momento Moisés pregunta a Dios cuál es su
nombre, el nombre con el que Dios
muestra su autoridad especial, para poderse
presentar al pueblo y después al faraón. La respuesta de Dios puede
parecer extraña; parece que responde
pero no responde. Simplemente dice de sí mismo:
"Yo soy el que soy". "Él es" y esto tiene que ser
suficiente. Por lo tanto, Dios no ha
rechazado la petición de Moisés, manifiesta su nombre, creando así la posibilidad de la invocación, de la llamada,
de la relación.
Revelando su nombre
Dios entabla una relación entre él y nosotros. Nos permite invocarlo,
entra en relación con nosotros y nos da
la posibilidad de estar en relación con él. Esto significa que se entrega, de alguna manera, a
nuestro mundo humano, haciéndose
accesible, casi uno de nosotros. Afronta el riesgo de la relación, del estar con nosotros. Lo que comenzó con la
zarza ardiente en el desierto se cumple
en la zarza ardiente de la cruz, donde Dios, ahora accesible en su Hijo hecho hombre, hecho realmente uno de
nosotros, se entrega en nuestras manos
y, de ese modo, realiza la liberación de la humanidad. En el
Gólgota Dios, que durante la noche de la
huída de Egipto se reveló como aquel que libera de la esclavitud, se revela como Aquel que abraza a
todo hombre con el poder salvífico de la
cruz y de la Resurrección y lo libera del pecado y de la muerte, lo acepta en el abrazo de su amor. Permanezcamos en la contemplación de este
misterio del nombre de Dios para
comprender mejor el misterio de la Cuaresma, y vivir personalmente y
como comunidad en permanente conversión,
para ser en el mundo una constante
epifanía, testimonio del Dios vivo, que libera y salva por amor. Amén.
Domingo,
7 de marzo de 2010