La llamada a la predicación
El 24 de febrero de 1209, en la pequeña iglesia
de la Porciúncula y mientras escuchaba la lectura del Evangelio,
Francisco escuchó una llamada que le indicaba que saliera al mundo a
hacer el bien: el eremita se convirtió en apóstol y, descalzo y sin más
atavío que una túnica ceñida con una cuerda, pronto atrajo a su
alrededor a toda una corona de almas activas y devotas. Las primeras
(abril de 1209) fueron Bernardo de Quintavalle y Pedro Cattani, a los
que se sumó, tocado su corazón por la gracia, el sacerdote Silvestre;
poco después llegó Egidio.
San Francisco de Asís predicaba la pobreza como
un valor y proponía un modo de vida sencillo basado en los ideales de
los Evangelios. Hay que recordar que, en aquella época, otros grupos que
propugnaban una vuelta al cristianismo primitivo habían sido declarados
heréticos, razón por la que Francisco quiso contar con la autorización
pontificia. Hacia 1210, tras recibir a Francisco y a un grupo de once
compañeros suyos, el papa Inocencio III aprobó oralmente su modelo de vida religiosa, le concedió permiso para predicar y lo ordenó diácono.