sábado, 27 de febrero de 2016

III DOMINGO DE CUARESMA (ciclo C)

 Benedicto XVI
"Convertíos, dice el Señor, porque está cerca el reino de los cielos" hemos  proclamado antes del Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma, que nos  presenta el tema fundamental de este "tiempo fuerte" del año litúrgico: la  invitación a la conversión de nuestra vida y a realizar obras de penitencia  dignas. Jesús, como hemos escuchado, evoca dos episodios de sucesos: una  represión brutal de la policía romana dentro del templo (cf. Lc 13, 1) y la  tragedia de dieciocho muertos al derrumbarse la torre de Siloé (v. 4). La gente  interpreta estos hechos como un castigo divino por los pecados de sus víctimas,  y, considerándose justa, cree estar a salvo de esa clase de incidentes, pensando  que no tiene nada que convertir en su vida. Pero Jesús denuncia esta actitud  como una ilusión: "¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los  demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os  convertís, todos pereceréis del mismo modo" (vv. 2-3). E invita a reflexionar  sobre esos acontecimientos, para un compromiso mayor en el camino de  conversión, porque es precisamente el hecho de cerrarse al Señor, de no  recorrer el camino de la conversión de uno mismo, que lleva a la muerte, la del  alma. En Cuaresma, Dios nos invita a cada uno de nosotros a dar un cambio de  rumbo a nuestra existencia, pensando y viviendo según el Evangelio, corrigiendo  algunas cosas en nuestro modo de rezar, de actuar, de trabajar y en las  relaciones con los demás. Jesús nos llama a ello no con una severidad sin  motivo, sino precisamente porque está preocupado por nuestro bien, por nuestra  felicidad, por nuestra salvación. Por nuestra parte, debemos responder con un  esfuerzo interior sincero, pidiéndole que nos haga entender en qué puntos en  particular debemos convertirnos.  La conclusión del pasaje evangélico retoma la perspectiva de la misericordia,  mostrando la necesidad y la urgencia de volver a Dios, de renovar la vida según  Dios. Refiriéndose a un uso de su tiempo, Jesús presenta la parábola de una  higuera plantada en una viña; esta higuera resulta estéril, no da frutos  (cf. Lc 13, 6-9). El diálogo entre el dueño y el viñador, manifiesta, por una  parte, la misericordia de Dios, que tiene paciencia y deja al hombre, a todos  nosotros, un tiempo para la conversión; y, por otra, la necesidad de comenzar  en seguida el cambio interior y exterior de la vida para no perder las ocasiones  que la misericordia de Dios nos da para superar nuestra pereza espiritual y  corresponder al amor de Dios con nuestro amor filial.  También san Pablo, en el pasaje que hemos escuchado, nos exhorta a no  hacernos ilusiones: no basta con haber sido bautizados y comer en la misma  mesa eucarística, si no vivimos como cristianos y no estamos atentos a los  signos del Señor (cf. 1 Co 10, 1-4).
 Queridos hermanos y hermanas de la parroquia de San Juan de la Cruz, estoy  muy contento de estar entre vosotros hoy, para celebrar con vosotros el día del  Señor. Saludo cordialmente al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector, a  vuestro párroco, don Enrico Gemma, a quien agradezco las hermosas palabras  que me ha dirigido en nombre de todos, y a los demás sacerdotes que lo  coadyuvan. Quiero extender mi saludo a todos los habitantes del barrio,  especialmente a los ancianos, los enfermos, las personas solas y que pasan  dificultades. Los recuerdo al Señor a todos y cada uno en esta santa misa.  Sé que vuestra parroquia es una comunidad joven. De hecho, comenzó su  actividad pastoral en 1989, durante un periodo de doce años en un local  provisorio, y después en el complejo parroquial nuevo. Ahora que tenéis un  edificio sagrado nuevo, mi visita desea alentaros a construir cada vez mejor esa  Iglesia de piedras vivas que sois vosotros. Sé que la experiencia de los primeros  doce años ha marcado un estilo de vida que permanece todavía hoy. La falta de  estructuras adecuadas y de tradiciones consolidadas os ha impulsado a  encomendaros a la fuerza de la Palabra de Dios, que ha sido lámpara para el  camino y ha dado frutos concretos de conversión, de participación en los  sacramentos, especialmente en la Eucaristía dominical, y de servicio. Os exhorto  a hacer de esta Iglesia un lugar en el que se aprende cada vez mejor a escuchar  al Señor que nos habla en las sagradas Escrituras. Que sean siempre el centro  vivificante de la vuestra comunidad, para que esta sea escuela continua de vida  cristiana, de la que parte toda actividad pastoral.  La construcción del nuevo templo parroquial os ha impulsado a un compromiso  apostólico coral, con una especial atención al campo de la catequesis y de la  liturgia. Me alegro de los esfuerzos pastorales que estáis realizando. Sé que  varios grupos de fieles se reúnen para rezar, formarse en la escuela del  Evangelio, participar en los sacramentos -sobre todo de la Penitencia y de la  Eucaristía- y vivir esa dimensión esencial para la vida cristiana que es la caridad.  Pienso con gratitud en cuantos contribuyen a que las celebraciones litúrgicas  sean más vivas y participadas, y también a cuantos, con la Cáritas parroquial y  el grupo de san Egidio, intentan responder a las numerosas exigencias del  territorio, especialmente a las de los más pobres y necesitados. Pienso, por  último, en las encomiables iniciativas a favor de las familias, de la educación  cristiana de los hijos y de todos los que frecuentan el oratorio.  Desde su nacimiento, esta parroquia se ha abierto a los movimientos y a las  nuevas comunidades eclesiales, madurando así una amplia conciencia de Iglesia  y experimentando nuevas formas de evangelización. Os exhorto a proseguir con  valentía en esta dirección, pero comprometiéndoos a implicar a todas las  realidades presentes en un proyecto pastoral unitario. Me alegra saber que  vuestra comunidad se propone promover, respetando las vocaciones y el papel  de los consagrados y de los laicos, la corresponsabilidad de todos los miembros  del pueblo de Dios. Como ya he recordado, esto exige un cambio de mentalidad,  sobre todo respecto de los laicos, "pasando de considerarles «colaboradores» del  clero a reconocerlos realmente como «corresponsables» del ser y actuar de la  Iglesia, favoreciendo así la consolidación de un laicado maduro y comprometido"  (cf.Discurso de apertura de la Asamblea pastoral de la diócesis de Roma, 26 de  mayo de 2009).
 Queridas familias cristianas, queridos jóvenes que vivís en este barrio y que  frecuentáis la parroquia, dejaos llevar cada vez más por el deseo de anunciar a  todos el Evangelio de Jesucristo. No esperéis que otros vengan a transmitiros  otros mensajes, que no llevan a la vida, más bien sed vosotros mismos  misioneros de Cristo para los hermanos, donde viven, trabajan, estudian o  simplemente pasan el tiempo libre. Poned en marcha también aquí una pastoral  vocacional capilar y orgánica, hecha de educación de las familias y de los  jóvenes a la oración y a vivir la vida como un don que proviene de Dios.  Queridos hermanos y hermanas, el tiempo fuerte de la Cuaresma nos invita a  cada uno de nosotros a reconocer el misterio de Dios, que se hace presente en  nuestra vida, como hemos escuchado en la primera lectura. Moisés ve en el  desierto una zarza que arde, pero no se consume. En un primer momento,  impulsado por la curiosidad, se acerca para ver este acontecimiento misterioso y  entonces de la zarza sale una voz que lo llama, diciendo: "Yo soy el Dios de tu  padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob" (Ex 3, 6). Y es  precisamente este Dios quien lo manda de nuevo a Egipto con la misión de llevar  al pueblo de Israel a la tierra prometida, pidiendo al faraón, en su nombre, la  liberación de Israel. En ese momento Moisés pregunta a Dios cuál es su nombre,  el nombre con el que Dios muestra su autoridad especial, para poderse  presentar al pueblo y después al faraón. La respuesta de Dios puede parecer  extraña; parece que responde pero no responde. Simplemente dice de sí mismo:  "Yo soy el que soy". "Él es" y esto tiene que ser suficiente. Por lo tanto, Dios no  ha rechazado la petición de Moisés, manifiesta su nombre, creando así la  posibilidad de la invocación, de la llamada, de la relación. Revelando su nombre  Dios entabla una relación entre él y nosotros. Nos permite invocarlo, entra en  relación con nosotros y nos da la posibilidad de estar en relación con él. Esto  significa que se entrega, de alguna manera, a nuestro mundo humano,  haciéndose accesible, casi uno de nosotros. Afronta el riesgo de la relación, del  estar con nosotros. Lo que comenzó con la zarza ardiente en el desierto se  cumple en la zarza ardiente de la cruz, donde Dios, ahora accesible en su Hijo  hecho hombre, hecho realmente uno de nosotros, se entrega en nuestras manos  y, de ese modo, realiza la liberación de la humanidad. En el Gólgota Dios, que  durante la noche de la huída de Egipto se reveló como aquel que libera de la  esclavitud, se revela como Aquel que abraza a todo hombre con el poder  salvífico de la cruz y de la Resurrección y lo libera del pecado y de la muerte, lo  acepta en el abrazo de su amor.  Permanezcamos en la contemplación de este misterio del nombre de Dios para  comprender mejor el misterio de la Cuaresma, y vivir personalmente y como  comunidad en permanente conversión, para ser en el mundo una constante  epifanía, testimonio del Dios vivo, que libera y salva por amor. Amén.
Domingo, 7 de marzo de 2010