viernes, 18 de diciembre de 2015

DOMINGO IV DE ADVIENTO

Santo Evangelio  (Lc 1, 39-45)

“En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y exclamó con voz fuerte: — « ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá»”.



Reflexión (Benedicto XVI, ángelus en el IV Domingo de Adviento en 2009)
“Con el IV domingo de Adviento, la Navidad del Señor está ya ante nosotros. La  liturgia, con las palabras del profeta Miqueas, invita a mirar a Belén, la pequeña  ciudad de Judea testigo del gran acontecimiento: "Pero tú, Belén de Efratá, la más  pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel. Su origen es desde  lo antiguo, de tiempo inmemorial" (Mi 5, 1). Mil años antes de Cristo, en Belén  había nacido el gran rey David, al que las Escrituras concuerdan en presentar como  antepasado del Mesías. El Evangelio de san Lucas narra que Jesús nació en Belén  porque José, el esposo de María, siendo de la "casa de David", tuvo que dirigirse a  esa aldea para el censo, y precisamente en esos días María dio a luz a Jesús  (cf. Lc 2, 1-7). En efecto, la misma profecía de Miqueas prosigue aludiendo  precisamente a un nacimiento misterioso: "Dios los abandonará -dice- hasta el  tiempo en que la madre dé a luz. Entonces el resto de sus hermanos volverá a los  hijos de Israel" (Mi 5, 2).  Así pues, hay un designio divino que comprende y explica los tiempos y los lugares  de la venida del Hijo de Dios al mundo. Es un designio de paz, como anuncia  también el profeta hablando del Mesías: "En pie pastoreará con la fuerza del Señor,  por el nombre glorioso del Señor su Dios. Habitarán tranquilos porque se mostrará  grande hasta los confines de la tierra. Él mismo será nuestra paz" (Mi 5, 3-4).  Precisamente este último aspecto de la profecía, el de la paz mesiánica, nos lleva  naturalmente a subrayar que Belén es también una ciudad-símbolo de la paz, en  Tierra Santa y en el mundo entero. Por desgracia, en nuestros días, no se trata de  una paz lograda y estable, sino una paz fatigosamente buscada y esperada. Dios,  sin embargo, no se resigna nunca a este estado de cosas; por ello, también este  año, en Belén y en todo el mundo, se renovará en la Iglesia el misterio de la  Navidad, profecía de paz para cada hombre, que compromete a los cristianos a  implicarse en las cerrazones, en los dramas, a menudo desconocidos y ocultos, y en  los conflictos del contexto en el que viven, con los sentimientos de Jesús, para ser  en todas partes instrumentos y mensajeros de paz, para llevar amor donde hay  odio, perdón donde hay ofensa, alegría donde hay tristeza y verdad donde hay  error, según las bellas expresiones de una conocida oración franciscana.  Hoy, como en tiempos de Jesús, la Navidad no es un cuento para niños, sino la  respuesta de Dios al drama de la humanidad que busca la paz verdadera. "Él mismo  será nuestra paz", dice el profeta refiriéndose al Mesías. A nosotros nos toca abrir  de par en par las puertas para acogerlo. Aprendamos de María y José: pongámonos  con fe al servicio del designio de Dios. Aunque no lo comprendamos plenamente, confiemos en su sabiduría y bondad. Busquemos ante todo el reino de Dios, y la  Providencia nos ayudará. ¡Feliz Navidad a todos!