Santo Evangelio (Lc 1,
39-45)
“En
aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo
de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el
saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu
Santo y exclamó con voz fuerte: — « ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el
fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En
cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre.
Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá»”.
Reflexión
(Benedicto
XVI, ángelus en el IV Domingo de Adviento en 2009)
“Con
el IV domingo de Adviento, la Navidad del Señor está ya ante nosotros. La liturgia, con las palabras del profeta
Miqueas, invita a mirar a Belén, la pequeña
ciudad de Judea testigo del gran acontecimiento: "Pero tú, Belén de
Efratá, la más pequeña entre las aldeas
de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel. Su origen es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial" (Mi 5,
1). Mil años antes de Cristo, en Belén
había nacido el gran rey David, al que las Escrituras concuerdan en
presentar como antepasado del Mesías. El
Evangelio de san Lucas narra que Jesús nació en Belén porque José, el esposo de María, siendo de la
"casa de David", tuvo que dirigirse a
esa aldea para el censo, y precisamente en esos días María dio a luz a
Jesús (cf. Lc 2, 1-7). En efecto, la
misma profecía de Miqueas prosigue aludiendo
precisamente a un nacimiento misterioso: "Dios los abandonará
-dice- hasta el tiempo en que la madre
dé a luz. Entonces el resto de sus hermanos volverá a los hijos de Israel" (Mi 5, 2). Así pues, hay un designio divino que
comprende y explica los tiempos y los lugares
de la venida del Hijo de Dios al mundo. Es un designio de paz, como
anuncia también el profeta hablando del Mesías:
"En pie pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor su Dios.
Habitarán tranquilos porque se mostrará
grande hasta los confines de la tierra. Él mismo será nuestra paz"
(Mi 5, 3-4). Precisamente este último
aspecto de la profecía, el de la paz mesiánica, nos lleva naturalmente a subrayar que Belén es también
una ciudad-símbolo de la paz, en Tierra
Santa y en el mundo entero. Por desgracia, en nuestros días, no se trata
de una paz lograda y estable, sino una
paz fatigosamente buscada y esperada. Dios,
sin embargo, no se resigna nunca a este estado de cosas; por ello,
también este año, en Belén y en todo el
mundo, se renovará en la Iglesia el misterio de la Navidad, profecía de paz para cada hombre,
que compromete a los cristianos a
implicarse en las cerrazones, en los dramas, a menudo desconocidos y
ocultos, y en los conflictos del
contexto en el que viven, con los sentimientos de Jesús, para ser en todas partes instrumentos y mensajeros de
paz, para llevar amor donde hay odio,
perdón donde hay ofensa, alegría donde hay tristeza y verdad donde hay error, según las bellas expresiones de una
conocida oración franciscana. Hoy, como
en tiempos de Jesús, la Navidad no es un cuento para niños, sino la respuesta de Dios al drama de la humanidad
que busca la paz verdadera. "Él mismo
será nuestra paz", dice el profeta refiriéndose al Mesías. A
nosotros nos toca abrir de par en par
las puertas para acogerlo. Aprendamos de María y José: pongámonos con fe al servicio del designio de Dios.
Aunque no lo comprendamos plenamente, confiemos en su sabiduría y bondad.
Busquemos ante todo el reino de Dios, y la
Providencia nos ayudará. ¡Feliz Navidad a todos!